lunes, 8 de febrero de 2010

EL DOLOR DE AIKO Y SORA


El DIA QUE SE APAGO EL SOL
Existe una triste historia que habla de dos amantes que se reencontraron en Shibo, la misma tarde en que el sol se apagó .Una terrible tormenta se desató y un rayo fatídico, fulminó su Minka . Esta, desapareció dejando en su lugar un jardín de crisantemos rojos, que según cuentan, era el símbolo de su amor.
Dice, la leyenda, que el padre de ella, sintiéndose dolido y traicionado, los maldijo invocando a Amaterasu, Tsuki y Susano, con su ira.
Aiko era una joven casadera muy hermosa. Cualquiera que la mirara sufría un amor incondicional hacia ella. Sin embargo, su padre, un campesino ambicioso y de avaro corazón, le había concertado matrimonio con un viejo rico, para poder saldar una antigua deuda y ganarse una buena posición social.
Desesperada, suplicaba a su padre que la dejara encontrar el amor en libertad, decía que una flor no podía ser feliz en cualquier jardín. Si la obligaba, se marchitaría como lo hace una rosa cuando no siente los rayos del sol.
Sus ruegos no hicieron mella en el duro corazón de su padre y la fecha del acontecimiento se fijó para cuando los cerezos estuviesen en flor.
Sumida en una enorme tristeza, cada mañana se adentraba en la profundidad del bosque hasta llegar al rio Seikatsu. Allí, calmaba su agonía contemplando el correr del agua.
- ¡Desearía ser agua, para poder encontrar a mí destino en libertad!-, decía para sí.
Una mañana, mientras, sentada en la orilla limpiaba sus pequeños pies, apareció entre los árboles, Sora, un joven campesino muy agraciado, con corazón de poeta, que melancólico paseaba por el bosque.
Al ver la belleza de Aiko, Sora, quedó sin habla. Los largos cabellos negros que ondeaban al viento dejando al descubierto su hermoso cuello femenino, le habían dejado sin aire.
Alarmada, levantó sus profundos ojos negros, clavándolos en Sora. Quedo abatido como si una flecha le hubiera atravesado el corazón. Ella azorada por la intrusión, ruborizada por aquellos ojos azules, huyó desapareciendo en la espesura del bosque.
Los días pasaban y Sora no podía apartarla de su mente, se sentía enfermo, desganado y entristecido. Tales eran los efectos del amor. Todas las mañanas se acercaba al rio con la esperanza de reencontrarla y caía en desesperación, al regresar a casa con el corazón vacio.
Por otro lado, Aiko sentía el alma dispersa. En su mente sólo había lugar para sus ojos. Eran el rio mostrándole el camino y se ahogaba en ellos, cada vez, que a escondidas, veía como la buscaban a orillas del Seikatsu.
Taciturno, sin esperanza, regresó por última vez. Permaneció unos instantes ante el rio. Con solemnidad, recogió un crisantemo rojo, lo lanzó al agua y contempló su peregrinaje hasta que le alcanzó la vista. En ese instante apareció Aiko de entre los árboles. A Sora le pareció un sueño. Ella, dulcemente, recogió otro crisantemo y lo lanzó al caudal.
Con urgencia, Sora, cruzó a aquel que los distanciaba y con manos temblorosas, acarició su cara de porcelana. Juntos pararon el tiempo al fundirse en un confidente y cálido beso, ingenuos, de su funesto destino.
Todos los días se reunían en su secreto rincón para aliviar su embriagado amor y para cuando los cerezos estuvieron en Flor, Aiko estaba en cinta. Fue entonces cuando planearon su huida.
El anciano padre, había notado un cambio en su hija. La veía más feliz a pesar del destino que la aguardaba, irradiaba luz y había aumentado su apetito. El viejo desconfiado, la siguió esa fría mañana hasta el rio y pudo ver con sus propios ojos cual era la razón de aquel cambio. Oculto entre los árboles, pudo escuchar el inmediato plan de los dos amantes.
Al atardecer, cuando regresó de su paseo la recibió a golpes y desterrándola de su hogar le dijo:
“Yo te maldigo a ti, a tu amante y al niño que llevas dentro. Pido al cielo que jamás os volváis a encontrar pero, si así sucediera, que se apague el sol para vosotros, que una fuerte tormenta caiga desde el cielo la tarde en que os reencontréis, que sea el fulminado por un rayo y tu le veas morir. Sólo así sentirás el dolor de perder aquello que más anhelas.”
Magullada y despechada, Aiko, se arrastró por el bosque hasta llegar al rio y pasó allí la noche con la esperanza de que Sora mantuviera su promesa. Sin embargo, no apareció ni al día siguiente, ni al otro. Cuatro semanas esperó a su amado y cuando no pudo más, medio muerta de hambre y de amor, embarazada de cinco meses, se alejó del rio en busca de algún lejano lugar donde vivir y dar a luz.
En las penurias del camino fue dejando caer crisantemos rojos con la ferviente convicción que Sora, los seguiría y los encontraría.
Capturado por el padre encolerizado y el prometido deshonrado, Sora no pudo cumplir su palabra. Lo encerraron y maltrataron durante un mes, hasta que, antes que se le escapara la vida lo devolvieron a su casa. Poco a poco recuperó fuerzas y pudo ir buscarla, pero para entonces, ya era demasiado tarde.
Sus lágrimas nacían calientes por la ira mientras atravesaba el torrente y se sentaba, impotente, en la orilla. Entristecido, advirtió que a sus pies nacía aquella flor que evocaba su amor y recordó con abrasadora pena el día en que ella le concedió su amor. La había perdido para siempre. - ¡Aiko!- gritó al viento y este, respondió arremolinándose a su alrededor envolviéndolo en un aroma familiar. Pronto, sus ojos se llenaron de esperanza, al revelársele un camino interminable de crisantemos. Tres meses anduvo siguiendo el rastro del brote hasta llegar a la aldea de Shibo.
A su joven y cansado corazón, apenas le quedaban fuerzas para seguir, cuando allí perdió el rastro. Interrogó a los aldeanos por su joven amada, pero estos no sabían nada. Al atardecer, partía de nuevo, cuando a la derecha del camino le llamó la atención un sendero. Cuanto jubiló había en sus abandonados ojos al descubrir, a su final, una Minka adornada por la flor perdida en el camino.
Lentamente, temeroso de no encontrar lo que tanto anhelaba, entró en la cabaña.
Ahí estaba Aiko, tirada en su futón. En sus mejillas había lágrimas secas y su cuerpo se estremecía de dolor. Sora, la albergó, apresuradamente entre sus brazos y la besó con ternura.
-¡Eres tu¡-dijo Aiko, con voz débil - nos has encontrado-.
Con esfuerzo, contó la disputa con su padre, la espera en el Seikatsu y su marcha hasta llegar a Shibo. Los aldeanos la ayudaron y cuidaron. Estaba demasiado avanzada en su embarazo para continuar. Por su seguridad, les suplicó que no hablaran de ella a nadie para poder tener a su hijo en paz.
Sora, se culpaba gratuitamente de su desafortunado destino, prometiéndole que jamás volverían a separarse.
La tarde en que se reencontraron el sol se apagó cuando Aiko rompió aguas y una terrible tormenta se desató en Shibo. Un viento huracanado arrancaba los árboles de la tierra y azotaba incansable los hogares de aquel pueblo de campesinos.
El tejado de paja, de los dos amantes se hizo jirones. La lluvia torrencial se colaba por las brechas, mientras, Aiko, emitía gritos de dolor, alumbrando entre el viento y el aguacero. A su lado, Sora cogía con fuerza la mano de su amada, mientras lanzaba miradas de desesperación al exterior. El temporal cada vez era más fiero, la Minka no podría aguantar. Debía alejarla de allí y acomodarla en algún lugar seguro.
Quiso el destino que la desgracia llamara a su puerta, antes de que él pudiera ponerla a salvo. Un rayo penetró por el tejado atravesando el pecho de Sora. Su cuerpo cayó sin vida en el momento en que su hijo arrancaba el primer llanto. Durante minutos inagotables de desesperación, Aiko, observó aquellos ojos azules sin vida que le había robado el alma hasta que un grito desgarrado surgió de sus entrañas.
Como es sabido, tras la tormenta llega la calma. Levantándose con mucho esfuerzo, recogió a su hijo estrechándole entre sus brazos. Lo envolvió en un precioso manto blanco, lo metió en un cesto y lo dejó a la intemperie, bajo la copa de un árbol.
Regresó a la Minka con la mirada vagueando entre tinieblas.
Se tumbó junto al frio cuerpo de Sora, lo besó en los labios y entre lloros un cántico fantasmal nació de su corazón:
Amor de mi vida señor de mi corazón
Este es el día en que se apagó el sol para nosotros,
Ya casi no puedo sentir los latidos de mi corazón.
Con intención los detengo, para que en nuestro reencuentro,
Cabalguen fuertes como caballos
Al dejarlos correr en libertad para ir hacia ti.
Anídalos en tu corazón con compasión
Y siente tu propia culpa por haberlos dejado sin destino.

Y así, se quitó la vida atravesándose el vientre con un afilado cuchillo.
La sangre salía de su cuerpo, mezclándose con el agua de la lluvia. Juntas corrían abriéndose paso por la estancia, hasta encontrar el exterior.
Como el Seikatsu, Aiko, por fin corría en libertad para poder encontrar a su destino.

Al día siguiente el llanto de un recién nacido llamó la atención de una anciana aldeana. Encontró al bebe a escasos metros de la casa. Supo que era el hijo de Aiko, por el precioso bordado rojo del manto. Cuando fue a devolverlo a su hogar, observó aterrorizada, que no quedaba nada, tan solo, un jardín de crisantemos rojos.

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