lunes, 8 de febrero de 2010

BUTELO

Josep está plantado bajo el marco de la puerta de la habitación que utiliza de ropero. Su cuerpo esbelto y joven, se muestra abatido y doblegado como si soportara una pesada carga. Su rostro es la cara de la mismísima pena y en sus ojos llamean lágrimas de tristeza que no quiere derramar. Consigue retenerlas descargando toda la tensión en su mano derecha, aferrando con fuerza, una cinta métrica como si de ella dependiera su vida.
Ahí está, frente a él, apoyada en la pared opuesta a la puerta. La mira. Está intacta, la laca de la madera brilla igual que el primer día, no tiene ningún golpe, ninguna rascada. Los cojines continúan con su firmeza y su olor sigue hablándole de él.
Su piso está vacío. Se traslada a un piso más nuevo, más cómodo, más caro pero más pequeño. Se lo ha llevado todo excepto a Butelo. Sabe que no cabe.
Diez años antes
El abuelo de Josep, Pedro, ha muerto. Una bronquitis pulmonar le ha usurpado la vida en menos de 24 horas. Josep no ha podido despedirse. En la sala de espera del hospital, tras la pérdida, entra en una especie de trance y siente como una parte de sí mismo se rompe y cae al abismo, como un trozo de iceberg que cae al mar y queda flotando a la deriva.
Su mente viaja a días cercanos y lejanos. Mientras la realidad pasa inadvertida ante sus ojos.
Es verano. Está en casa Pedro. La luz del sol entra por la ventana iluminando la estancia potenciando el olor a hierba fresca que desprende su abuelo mezclado con el aroma de café recién hecho de la mañana.
Están sentados en el comedor. Sobre la mesa un libro de matemáticas. Están trabajando problemas de lógica para practicar sumas y restas. Pedro le explica el problema de la “vuelta” una y otra vez, con paciencia ,hasta que Josep entiende por fin. Se siente satisfecho cuando su abuelo acariciándole la cara le dice que es un niño muy listo y el saber no ocupa lugar. El recuerdo se desvanece y aparece en su memoria una imagen de pocos días atrás. Ahora Pedro, más mayor, más cansado. Es navidad, sus abuelos llegan a casa y felicitan las fiestas a modo de saludo. A Josep le da un especial abrazo de amigo a amigo. Se acomodan en la estancia en donde el espíritu de la navidad está exageradamente presente. Hablan infinidad de cosas, una charla distendida y amena, mientras a Josep, mirando a su abuelo con todo su amor, le invade una extraña melancolía.
Cuando Josep vuelve a la realidad, Pedro ya ha sido despedido con un “ .. y descanse en paz”.
El piso de Josep tiene 70 m2 y en él ha incorporado la única cosa que le ha dejado su abuelo. Una antigua butaca de respaldo alto, madera oscura lacada y unos cojines forrados de una tela florida sobre un fondo color crema.
Le parece mentira que en el único sitio donde quepa sea en el ropero.
Se sienta. Con la mano derecha, acaricia el reposabrazos en donde millones de veces su abuelo habría colocado la mano. Cierra los ojos y hunde la cara en el confortable cojín, entonces un olor familiar, que anida en la tela de aquella antigualla, lo envuelve a placer. Siente un vació en el estómago. Huele a él. Reconoce ese aroma de toda la vida. Loción después del afeitado mezclado con el olor a hierba fresca que desprendía su piel. Ese olor lo hacía sentir en casa, le confortaba y daba calidez cuando sentía el alma fría. Como ahora. Y entonces se deja embargar por un torrente de sentimientos reprimidos durante días y llora, llora como un niño.
Pasados unos meses, Josep ha estado tantas veces sentado, hablándole a la butaca, que siente que esta es su abuelo. Finalmente termina por llamarla “ Butelo”.
AHORA
Josep está plantado bajo el marco de la puerta de la habitación que utiliza de ropero. Su mano acaricia la cinta métrica con ansiedad. Sabe que, en el nuevo piso, no cabe, aunque la cinta tendrá la última palabra.
Lo mide por lo ancho, por lo largo y por el fondo, en diagonal. No cabe. Lo ponga como lo ponga una puerta no cerrará o un cajón no abrirá. Lo mira y se lo remira. ¿ y si quita la puerta?. No, que absurdo. Quizás, ¿quitando la mesa del comedor?, siempre pude comer en el sofá. Tristemente recuerda que cada dos por tres hace cenas en casa.
No hay forma humana de que quepa. Desmoralizado se sienta en ella. Esconde la cara entre las manos y deja escapar un gutural gemido de impotencia que el eco de un piso vacío no duda en poner en evidencia.
Entonces le habla, habla entre sollozos, se disculpa, le pide perdón por tener que abandonarla, confiesa que no soportará echarla de menos. Sus conversaciones, su saber estar, sus cariñosas acogidas en su regazo tan cálidas como su olor. Pronto se ve envuelto en un rio de lágrimas que se mezclan entre él y el cojín. Se le antoja pensar que Butelo también llora. Un último mano a mano de lágrimas vivas que permanecerán en su recuerdo.
El timbre de la puerta lo saca de su embriagada melancolía. Debe ser el casero, han quedado para la entrega de llaves. Josep Intenta recobrar la compostura. Se seca las lágrimas y gesticula el rostro unas cuantas veces para quitar un disgusto evidente mientras se dirige a la puerta principal.
El casero entra saludando con vagueza. Le da un repaso al piso mientras Josep lleno de impotencia siente que la decisión está tomada. Cuando el casero entra en el ropero se fija en Butelo,- ¿Esto lo va a dejar aquí?-, Pregunta con indiferencia. – Si,- contesta dejando escapar un suspiro,- en el piso nuevo no cabe. El casero se la mira y resuelve decir- bien, si no le importa, me la llevaré a la casa de la montaña, puedo aprovecharla para alimentar el fuego de la chimenea. A Josep se le crispa la expresión. Mira a Butelo. Parece suplicarle que no lo abandone a esa suerte. Un sudor frio le recorre la espalda.
El casero, confirmando que todo está correcto, le devuelve parte de la fianza, el resto se lo dará después de haber ido a la cámara de comercio por no se que historias. Josep le entrega las llaves sin soltarlas. Está ausente intentando resolver su conflicto interior. Finalmente, se las devuelve y salen del piso. Cuando el propietario aferra el pomo de la puerta y la impulsa hacía él con fuerza, Josep pone el pie con brusquedad disculpándose diciendo que ha olvidado algo.
diez segundos más tarde, Josep sale por la puerta con Butelo entre los brazos. Su cara refleja euforia. –¡ Ya puede cerrar!- le dice al casero, que lo mira con una cara llena de interrogantes superficiales.
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