martes, 18 de mayo de 2010

LAS LÁGRIMAS DE JUDE











Amaneció arrojado en medio de la carretera. Los coches pasaban sin inmutarse, sin esquivarlo. Los peatones lo miraban un segundo y luego, giraban su rostro con aprensión. Nadie se iba a tomar la molestia, siquiera, de arrinconarlo.

ROJO
Los coches se detuvieron uno tras otro. Un Mitsubishi montero cara de gato, frenó a la altura del felino atropellado.
Desde el interior del vehículo, tras el cristal, apareció una naricilla pequeñita como un garbanzo.
Jude, de grandes ojos dorados galardonados de inocencia, miró a través de la ventana y por primera vez vio a un gato abatido, sin vida, tirado como si fuera un trapo sucio en medio de la carretera.
Sin dejar de mirarlo con compasión, le preguntó a su madre si a los gatos no sé les enterraba.
La madre sabedora y confiada, le explicó que sólo a las personas sé las enterraba puesto que eran las únicas que tenían alma.
Jude, era muy pequeña, contaba con apenas 6 años y todavía no sabía que era el alma.
La madre, le contó que el alma es una parte de uno mismo que es inmortal y perdura toda la eternidad. Un don que nos permite pensar, sentir y amar.
Mientras su madre le explicaba todas esas cosas, Jude, no podía dejar de mirar al gato, sentía mucha lástima por él y quiso saber si el alma se podía tocar.
La madre le aclaró que no era algo tangible, sólo se podía sentir en lo más profundo del corazón.
Pero, entonces, si el alma no podía verse ni tocarse, ¿cómo sabia su madre que los gatos no tenían alma?
Jude continuó mirándolo. Lo creía hermoso. Lo sentía especial. En su corazón sentía que con alma o no, nadie debería haberlo dejado allí.
VERDE
El tráfico circuló nuevamente. La madre arrancó el Mitsubishi continuando la marcha. Después de avanzar unos metros, escuchó bocinas y gritos a su espalda .Miro a través del retrovisor para ver que ocurría y, entonces, el pánico se apoderó de ella.
La puerta de atrás estaba abierta. Jude no estaba. Frenó en seco y salió del coche. Con los ojos desencajados y el corazón desbocado la buscó con la mirada entre el gentío hasta ver que los coches estaban apelotonados, allí, en donde habían estado minutos atrás. Corrió desesperada en esa dirección, gritando el nombre de Jude.
Sin aliento y pálida de muerte vio a su hija tirada en el suelo junto al gato con los ojos cerrados. Rápidamente se lanzó al suelo para socorrerla.
La pobre madre, acariciaba nerviosamente la cara de su hija mientras, alterada, con los ojos llorosos, buscaba al culpable del atropello.
La gente se arremolinaba alrededor de la niña. Todos estaban estupefactos y por fin alguien rompió el silencio:- ¡Sra. No hemos visto nada, ni siquiera hemos oído ningún golpe. No sé cómo ha podido ocurrir! - .
Cuando intentó recogerla del suelo, Jude abrió los ojos y su madre la cubrió de besos y abrazos.
Una vez, los nervios hubieron pasado, rodeadas todavía de gente, le preguntó porque había bajado del coche. Jude se la quedo mirando y con los ojos llenos de lágrimas retenidas, le explicó que al pasar con el coche había visto al gatito ahí tirado y que nadie se había acercado a socorrerle, que había salido del coche para evitar que lo atropellaran una y otra vez. Que eran las personas las que no tenían alma porque nadie había albergado en su corazón ninguna compasión por él.
Y las lágrimas de Jude cayeron a borbotones.



ÁMBAR
Las lágrimas cristalinas de Jude resbalaron por sus dulces y suevas mejillas. En su correr, serpenteaban por su rostro buscando el camino para dejarse caer al vacío.
Dos gotas aterrizaron suavemente en la pequeña naricilla manchada del pobre gato. Milagrosas como lágrimas de Fénix, fueron las lágrimas nacidas del corazón de Jude, pues, al posarse en él, este, arrugó su dulce naricilla y emitió un débil maullido.
Poco a poco abrió sus preciosos ojos verdes y se revolvió con dificultad. Ella, asombrada, lo albergó cariñosamente entre sus brazos y él, débilmente buscó su cuello, se acomodó bajo su barbilla y ronroneó.
Jude miró a su madre emocionada. ¡Estaba vivo, vivo! No cabía en sí de contenta.
Su madre la miró tiernamente a los ojos y le explicó que, a partir de ese momento, ellos dos se pertenecían el uno al otro y que debían cuidarse mutuamente.
Para su sorpresa, la gente que estaba a su alrededor prorrumpió en aplausos y elogiaron, a voces, la valentía de la niña.
La madre de Jude se dio cuenta de que sus miradas mostraban vergüenza de sí mismos, una vergüenza revelada por una niña de seis años.
Su hija pequeña, su dulce Jude, les había dado a todos una lección de humanidad.

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